domingo, 8 de octubre de 2023

LOS CRITICOS NO SIEMPRE SABEN MIRAR



Dos noticias recientes han despertado de mi memoria pensamientos que me rodean cada vez que leo en la prensa una crítica de cine o de música. Creo que cualquiera que tenga afición por las artes en general y que tenga la misma costumbre que yo de leer críticas con ganas de informarse reconocerá lo que aquí voy a contar, y puede que compartan en algo la opinión que doy de los críticos y del trabajo de la crítica en general.

La primera de las noticias ha ocupado parte importante de las portadas francesas, pero también ha sido noticia en las páginas culturales de algún periódico español: la Academia Francesa (se llama así, sin más, sin referencia a la lengua, ya sabe todo el mundo a qué se dedica) acaba de nombrar secretario perpetuo a Amin Maalouf, escritor francés de origen libanés. A mí me gusta leer estas noticias y comparar por ejemplo el espacio y la atención que se da en Francia a esta elección, que en el caso español no es comparable más que con la elección de algún cardenal, puesto que del director de la RAE y de su trabajo no hay prácticamente noticia en las secciones culturales. El caso de la elección de Amin Maalouf ha ocupado mi atención además porque es uno de los escritores a los que empecé a leer en español pero que luego he seguido leyendo (y releyendo) en francés. Su elección me ha alegrado a la vez que me ha traído el recuerdo de una crítica musical de Adriana Mater, una ópera de Kaija Sahariao, la compositora finlandesa fallecida el junio pasado. No recuerdo el nombre del crítico y dudo que guarde el artículo, pero sí recuerdo el desdén con el que se refería al autor del libreto de la ópera, diciendo algo así como que la música merecía algo mejor que el texto de un escritor mediocre como Amin Maalouf. Como no siempre sigo a pies juntillas lo que dicen los críticos, y como por entonces, año 2006, yo ya tenía formada mi propia opinión de Maalouf, aproveché que publicaron el libreto y lo compré. Me gustó, lo guardo y espero poder encontrarlo en el desorden de biblioteca que tengo, me gustará volver a leerlo, porque los años hacen que cambien los colores de los textos a los que te acercas cada vez que lo haces.

Apenas uno o dos días después de esta noticia publicó El País una crítica de Cerrar los ojos, la última película de Victor Erice, quien recibió un premio en el festival de San Sebastián casi coincidente con el nombramiento de Amin Maalouf. La película había sido estrenada antes en Francia, yo la había podido ver y mi opinión no podía ser más distinta de la del crítico por excelencia, lo que me llevó a una cierta reflexión sobre el trabajo de la crítica cinematográfica, literaria o musical. A mí me parece que este trabajo debe hacerse desde unos pilares completamente opuestos a los que utiliza Carlos Boyero para hacer su trabajo, puesto que él se dedica a contarnos si una película le ha emocionado o le ha hartado o le ha provocado lo que sea, generalmente algo negativo. Desde la modestia del que nunca ha ejercido la crítica como profesión, pero que con mejor o peor acierto se dedica a leer a menudo a los críticos, al menos puedo decir lo que espero de ellos, y no espero más que una opinión en abstracto, o lo más general posible, de lo que han visto, leído o escuchado, no las emociones (negativas en este caso) que han sentido. Por poner un ejemplo fácil: a mí no me gustan las películas de Steven Spielberg, pero si tuviera que hacer la crítica de alguna de ellas no se me ocurrirá poner eso, porque lo importante es contar qué medios ha tenido para contar una historia y cómo los ha utilizado, si el ritmo es trepidante o si es pausado, no si yo tenía ganas de abandonar la sala, algo que solo a mí me importa y no al potencial lector.

Hubo un crítico de danza en la prensa española, y de cuyo nombre no quiero ahora acordarme, que puso a caldo nada menos que a Maurice Béjart a cuenta de una de sus visitas a Madrid en los años 1990; más tarde se dedicó poco menos que a perseguir sistemáticamente el trabajo de Nacho Duato al frente de la Compañía Nacional de Danza, a la que había sacado literalmente del ostracismo en el que se encontraba cuando se hizo cargo. Seguí leyendo a este crítico y con el tiempo comprendí que lo único que le gustaba, y le interesaba, era el ballet clásico y que todo lo demás era poco menos que superfluo para él. Hablo en pasado, pero este crítico sigue escribiendo en alguna revista especializada, y cada vez que le leo me acuerdo de aquello de que el tuerto es el rey en el país de los ciegos.

Me gusta saber quien firma una crítica, llega el caso de leer a veces a alguien sabiendo que si dice tal cosa negativa de una obra, es que merece la pena que yo vaya a verla. Y es por eso por lo que diré que, a veces, el trabajo de los críticos es impagable, pero no dejaré de cogerlo con pinzas, como suele ser el caso de aquellos críticos a los que leo regularmente, pero a los que sigo en lo que dicen reinterpretándolo y adaptándolo a mis gustos y a mi criterio personal. Y acabo con un enlace a una crítica de la última película de Erice, esta vez publicado en CTXT, firmado por Marc García García, que es más una crónica de los cuatro largometrajes de Erice, y que es un ejemplo de lo que yo busco cuando voy a la prensa. Un artículo que puedo poner aquí una vez más gracias a mi amigo Juan, siempre atento con sus recomendaciones.

 

martes, 18 de abril de 2023

Pablo Milanés se escribe con B de Burgos


 

  Muchos años después, las músicas que nos gustaron cuando éramos jóvenes nos provocan una sonrisa y nos dejan un sabor dulce en los labios. Yo andaba por los 18 años y pasaba muchas tardes en casa de mi amigo Juan, que cambiaba constantemente de disco con tal de hacerme escuchar más y más canciones. Así conocí a Pablo Milanés, y así me quedé en la memoria con algunas de sus canciones. Me gustaba especialmente una que hablaba de las esperanzas por venir, de las calles que pisaríamos de nuevo en un país donde todo fuera posible. Sonaba bien cuando con aquella edad todo lo que yo quería era alejarme de un mundo que me oprimía y donde sentía que no encontraría lo que buscaba, aunque entonces ni siquiera supiera que buscaba algo.


  Pasaron unos cuantos años, yo ya andaba por Madrid y conocí a alguien que luego ha significado mucho en mi vida. Estaba invitado en casa de Victoria, me había invitado su hija, con quien andaba trasteando entonces (sigo en ello), coincidía que había más invitados ese día y nos presentaron. Había dos bandos, uno el de las personas mayores, para mí todas contemporáneas de Victoria, y luego el de la siguiente generación, donde yo era simplemente el más joven. Entonces me ocurría a menudo, ser el más joven de una reunión y el que menos se enteraba de las cosas. Yo puse mi oreja a lo que se discutía en la mesa de los más mayores y algo llamaba poderosamente mi atención. Desde niño siempre había vivido rodeado de gente de pelo blanco, pero las conversaciones siempre eran banales. Aquí en cambio se hablaba de política, de literatura, de arte… Victoria me había dicho que eran unos amigos suyos, más tarde aprendí quienes eran, sobre todo quien era el único señor de la reunión: Demetrio. Victoria había conocido a Demetrio en el penal de Burgos (ella lo llamaba siempre así). A finales de los años 1940 se había organizado en Burgos una red de mujeres que ayudaba como buenamente podía a los presos de la cárcel, presos políticos que vivían en unas condiciones inhumanas y a los que se pretendía desprender de toda dignidad. Uno de esos presos era Demetrio, una de esas jóvenes que les ayudaban era Victoria, y la amistad que allí se tejió duró toda la vida. Yo mantuve algo de contacto con las hijas de Demetrio, pero nunca me atreví a preguntar por cosas de su padre. En cambio con Victoria pude hablar largo y tendido a lo largo de los años. Me habló de la Jefa, que era la que todo lo organizaba, y a la que me presentó una vez en Burgos, ya entrada en los noventa años, pero a la que se le notaba una enorme humanidad, una fuerza interior sobrehumana y un carácter a prueba de bombas. Su nombre, Florentina Villanueva, y su labor tan importante fue citada por Enric Juliana en su libro “Aquí no hemos venido a estudiar”, un compendio de los muchos debates ideológicos que llenaron las horas de los presos de Burgos. Cuando yo conocí a Victoria ella ya había vivido en Francia y en Líbano antes de volver a España. Muchas mudanzas, pero seguía guardando como oro en paño sus objetos más valiosos, aquellos objetos que con paciencia y tesón le habían regalado los presos del penal, a veces poemarios escritos con la letra más minúscula que yo haya visto nunca, porque solo así podían salir disimulados entre ropas que luego ellas les cosían o lavaban, poemarios de poetas prohibidos escritos solamente a partir de la memoria, porque Burgos no fue solo un penal, sino una verdadera universidad donde gentes como Demetrio, apenas un joven cuando entró, pudieron salir con una verdadera formación y conciencia social, armas necesarias para poder continuar en la lucha por una sociedad democrática, una lucha que nunca ha sido suficientemente reconocida.


  Apenas unos años después del encuentro del que hablé más arriba supimos que Demetrio enfermó gravemente. Un día Victoria nos llamó y nos pidió que la acompañáramos, que seguramente era la última vez que iba a poder ver a Demetrio con vida. Las hijas, María y Pepa, habían conseguido dinero de algún sitio y consiguieron llevarse a su padre a una clínica donde pudiera estar solo en una habitación. Entramos y pudimos hablar con él. Cuando se dirigió a mí nos dimos la mano a modo de abrazo, y con una fuerza enorme que yo no sé de dónde sacaba nos despedimos… Yo salí mal de allí, nunca me había despedido de nadie, ni siquiera pude hacerlo de mi madre, que había muerto poco tiempo antes. Aquella fuerza que sentí en su brazo era la de quien quería aferrarse a la vida, seguir viviendo y luchando, y aunque él ya se sabía al final de su recorrido, quería transmitir esa fuerza que fue la que seguramente le mantuvo con vida en lo peor de su existencia, cuando en Burgos el frío, el hambre y las palizas eran su vida cotidiana.


  Salimos del hospital, todos mal porque sabíamos que eran sus últimas horas. Yo dejé un rato a Victoria y a su hija y me marché a una tienda que conocía donde encontré el LP de Pablo Milanés con la canción que buscaba y que escuché como en bucle durante la noche, aunque nunca hubiera pisado las calles de Santiago ni tenía idea de si algún día lo pisaría. 


  Cuando hace unas semanas la prensa anunció la muerte de Pablo Milanés y todo se llenó de homenajes y recuerdo de sus canciones, yo recordé que hubo un tiempo que me gustó, recordé la amabilidad eterna y la sonrisa de la madre de Juan cuando me veía aparecer por la puerta, y recordé a Demetrio, y a tantos como él a los que nunca conocí y a los que tanto debe esta democracia de baja intensidad en la que vivimos.


  Muchos años después, las músicas que nos gustaron de jóvenes las volvemos a escuchar no porque nos sigan gustando, sino porque nos despiertan recuerdos imborrables de quienes siempre vivirán con nosotros. 



miércoles, 12 de abril de 2023

La música es un viaje (2)


 Fuera empezaban a caer copos de nieve, el frío no impedía a más de un ruso pasear tranquilamente devorando un helado mientras nosotros buscábamos donde refugiarnos. Estábamos en Leningrado, todavía se llamaba así en la primavera de 1989, y en la Avenida Nevsky nos encontramos con lo que para nosotros era un paraíso: una tienda de música con partituras que podíamos pagar en rublos, a un precio que era un festín comparado con lo que teníamos costumbre de pagar en la tienda que había entonces junto al Teatro Real en Madrid.


  Éramos el Coro de la Universidad Politécnica de Madrid, y estábamos haciendo un viaje poco menos que imposible a Moscú y Leningrado, donde dimos dos conciertos inolvidables, sobre todo el de Moscú. Era todavía marzo o abril de 1989, el muro de Berlín no había caído, viajar a la Unión Soviética era todo menos fácil y lo que uno se encontraba por allí era algo completamente diferente a lo de hoy y a lo que ninguno de nosotros tenía costumbre de ver. Los recuerdos y las anécdotas forman parte habitual de nuestras conversaciones cuando volvemos a reunirnos algunos de quienes disfrutamos de aquello. 


  Pero había dejado el relato en una tienda de música en Leningrado, donde habíamos desembarcado en buen número y estábamos volviendo locos a los dependientes, ya quedábamos solo unos pocos cuando de repente una voz estruendosa y familiar invadió todo: nuestro director acababa de descubrir la partitura de las Vísperas de Rajmaninof, obra que a nosotros no nos decía nada. Más tarde me contaría que él sabía que existía la obra, pero del tiempo que había vivido en la Unión Soviética, hasta finales de los años 1970, nunca se había publicado, probablemente por ser música religiosa, y no había podido nunca trabajarla. Como niño con zapatos nuevos salió contento con su regalo, nosotros seguimos a lo nuestro buscando más partituras y sin saber que ninguna de ellas sería tan manoseada ni ocuparía tanto espacio en nuestras vidas como la que nos esperaba a nuestra vuelta en Madrid: las Vísperas de Rajmaninof.


  Poco tiempo después de la vuelta a Madrid nuestro director, José De Felipe, nos dijo que íbamos a montar las Vísperas. Obra de dimensiones colosales para cualquier coro, José tuvo que sacar todo su armamento y su sabiduría para convencernos. Pasaba el tiempo, avanzábamos lentamente en el montaje de las Vísperas, que íbamos compaginando con otros compromisos, y lentamente cada ensayo se iba convirtiendo en un aprendizaje emocional sobre Rusia, su cultura, su poesía…el alma rusa. José, que había nacido en Moscú, se educó musicalmente allí y no vino a España hasta bien entrada su treintena, siempre tenía a mano algo que contarnos sobre la vida en Rusia para que ese recuerdo nos acompañara durante la interpretación. Inolvidable cuando nos insistía en el dolor para cantar Aleluya, el tercer número de las Vísperas. Y el fraseo, que él nunca llamaba así, la madre del cordero para interpretar la música rusa, cualquier música, pero sobre todo la música rusa. A José le gustaba gritar y corregir cuando cantábamos en los ensayos, y cuando la frase no estaba siempre se le oía “cantaaaaaaad!!!!” con su vozarrón de bajo sonando por encima de todas nuestras voces.


  El trabajo psicológico que hizo con nosotros fue monumental, el sonido que teníamos distaba mucho de tener la riqueza en las voces graves que piden tanto la partitura como el color que pide la música coral rusa. Recuerdo a la salida en uno de nuestros conciertos cuando alguien conocido en el público me dijo que no sabía que teníamos voces tan graves… “¡yo tampoco!” le contesté. Es habitual que coros profesionales que cantan la obra cuentan con un “octavista”, un bajo como cada vez son más raros de encontrar y que da un color especial a la interpretación. Nosotros lo hicimos a pelo y José consiguió que nos lo creyéramos.


  Los acontecimientos políticos se agolparon en las portadas de la prensa y también entraron en nuestros ensayos: cayó el muro de Berlín, Gorbachov dejó de ser un ogro para Occidente, el golpe de 1991, la desintegración de la Unión Soviética… Todavía recuerdo cuando me comentó que la separación de Rusia y Ucrania era un error histórico y que traería muchos problemas…


  José siempre nos insistía que teníamos que acercarnos a esta música con dolor. A veces nos hablaba de alguna carta que había llegado de familiares que les hablaban de las dificultades para la vida cotidiana, pero con la esperanza de la primavera que ya se anunciaba… Así quería que entendiéramos las Vísperas, que no llegamos a montar entera, cosa que José no pretendía, pero allí donde las cantamos no dejamos indiferente al público, y la huella que quedó en nosotros es imborrable: una música donde pasábamos del fortísimo al pianísimo, del agudo más imposible al grave profundo de un abismo.


  Ha llovido mucho desde entonces, tanto como para ser consciente de la suerte tan inmensa que tuve un mes de octubre de 1983 en cruzarme con José de Felipe y que me dejara cantar con él en la Politécnica. Cambió por completo mi forma de escuchar y de interpretar la música, que es como decir que cambió por completo mi vida. Me dijeron que José volvió a Moscú, donde sigue arrastrando su mala salud de hierro, y será raro que pase por aquí a leer esto, pero yo lo digo por si acaso: gracias Maestro, tantos años después y sigo recordándote con cada música que canto o escucho, te debo tanto que necesitaría mil y una vidas para poder agradecértelo como mereces.




 


domingo, 29 de enero de 2023

La música es un viaje (1)



 Eramos seis hermanos en casa, en la planta baja estaba la tienda que llevaba mi madre, donde se vendían desde unos calcetines hasta un traje de novia con todo su ajuar habido y por haber, y en la planta de arriba había un taller de costura donde mujeres cosían durante horas mientras algunos de nosotros andábamos corriendo de arriba abajo desfogando nuestra energía infantil. El trasiego era perpetuo y el silencio era algo completamente desconocido e inexplorado. En esas condiciones lo de escuchar música era una quimera, un imposible, y a pesar de ello había en casa unos pocos discos que rallábamos de tanto ponerlos. No tengo ni idea de donde habrá ido a parar, pero uno de aquellos discos, vinilos que dicen hoy, sin duda el más apreciado por mi madre, era un disco con las polonesas de Chopin interpretada por Georgy Cziffra, un pianista húngaro algo guaperas que gozaba por entonces de sus mejores años como intérprete. La única melómana en casa era mi madre, y cuando queríamos conseguir algo de ella la fórmula siempre era la misma: proponernos voluntarios antes de la comida para poner la mesa y de paso pinchar el disco con las polonesas de Chopin. Era infalible para arrancarle una sonrisa.


 Había también en casa un piano, muy desafinado pero piano de verdad al fin y al cabo. Yo no recordaba que nadie hubiera tocado el piano en casa, aunque mis hermanas mayores me dicen que ellas habían trasteado algo por ahí. El caso es que llegado a mis años de instituto, y con el tiempo libre que me dejó una de las primeras huelgas del profesorado, no se me ocurrió otra cosa que empezar a aporrear teclas. Visto con la perspectiva actual no sé de donde saqué la testarudez para querer tocar el piano, porque nada invitaba a tamaña aventura. Durante tres años me dediqué a ir varias veces durante la semana a clases de piano y solfeo con unas monjas que ponían mejor voluntad que conocimientos en lo que hacían; cada dos semanas me montaba un sábado de madrugada en un autobús para un viaje de dos horas hasta el conservatorio más cercano, donde algo aprendía, no digo que no, pero de donde no fui capaz de sacar gran provecho ni de encontrar ningún placer a lo que hacía. Años después, ya en Madrid y siendo estudiante en la Politécnica, habría de darme de bruces con la realidad de lo que había hecho hasta entonces, y aceptar que no es que hubiera perdido el tiempo, pero que nada de lo que había hecho hasta entonces con las monjas ni en el conservatorio de Murcia tenía que ver con la música.


 Por el camino, gracias a la televisión y a la radio, yo pude aprender algunas cosas, algunos nombres de otros pianistas que Cziffra, otras obras musicales… Un día escuché a Rubinstein, y yo no supe ponerle nombre a aquello, pero me daba cuenta que en su forma de interpretar Chopin había algo especial, algo diferente. Yo creo que ese fue el primer momento en que empecé a darle importancia a la interpretación musical, que no era lo mismo un intérprete que otro, que un rubato podía hacer milagros en según qué músicas y según el intérprete.




  Si el aprendizaje de la música es un viaje, este tiene muchas estaciones, y cada vez que pasamos por ellas vemos cosas que han cambiado. Después de Rubinstein vino Maurizio Pollini y por casa apareció un disco con los Estudios de Chopin, otra obra monumental solo al alcance de unos privilegiados. Pasé años escuchando Chopin por estos dos intérpretes, cada uno con un estilo muy diferente y que los hace únicos. Supe después que algo les unía, algo que cuenta Pollini con mucha elegancia en un documental. El joven Pollini se presentó en 1960 al concurso Chopin de Varsovia, el más prestigioso entonces. El presidente del jurado era Rubinstein, una verdadera leyenda viva, que al escuchar al joven Maurizio Pollini dijo aquello de que era mejor que todos los del jurado. Preguntado al respecto Pollini siempre respondió que lo que realmente dijo es que “técnicamente” era mejor que cualquiera de los del jurado. No es lo mismo. Pero añadió en este documental que la verdadera lección que aprendió de Rubinstein fue cuando este invitó a los premiados y les contó lo que dijo que era su auténtico secreto cuando tocaba el piano: cuenta Pollini que en ese momento le puso el pulgar de una mano sobre su hombro, y lo que sintió fue una fuerza enorme que nacía de la espalda de Rubinstein y que se transmitía hasta ese pulgar apoyado en su hombro, algo que hacía con total naturalidad y que era la base de ese magnífico poderío que extraía del piano.


Continuará.




miércoles, 11 de enero de 2023

Simone Veil


«Para mí, encarna la fuerza. Es una mujer a la que las jóvenes y los jóvenes le deben mucho: Europa, el aborto, los derechos de las mujeres. Sus luchas fueron muy revolucionarias y, lamentablemente, también son muy actuales, porque hay un gran resurgimiento del antisemitismo y del racismo. Es impensable ver que las batallas que libró no han acabado. Es una mujer que inspira admiración y respeto.»


Rebecca Marder, intérprete de Simone Veil joven.




Poco amigo de los biopic, que tanto se han puesto de moda, acudí con cierto recelo a ver el film “Simone, la mujer del siglo”. Después de todo Simone Veil es un verdadero icono en Francia, documentales y entrevistas son fácilmente accesibles, y no estaba claro que una película sobre ella pudiera añadir algo, pero afortunadamente no estaba en lo cierto.


Construida a partir de una narración que no es lineal en el tiempo, la película se detiene lo justo en la parte más conocida de Veil: ministra de Salud nombrada por Giscard d’Estaing, ella será la encargada de sacar adelante la ley sobre la interrupción del embarazo, ley IVG por sus siglas en francés, pero que todo el mundo nombra como ley Veil, por su empeño descomunal en sacar adelante una ley tan importante para las mujeres, votada además en una Asamblea donde apenas se contaban 9 mujeres por 581 hombres, y donde la mayoría la tenía el partido que ella representaba, de la derecha, y profundamente contrario a dicha ley. Había que tener agallas y mucha sabiduría para sacar aquello adelante. Mi interés en cambio se centró en periodos anteriores apenas conocidos, ni siquiera en Francia. 


A su vuelta de la deportación judía, donde perdería en los campos a casi toda su familia, hizo carrera en la magistratura, y de qué manera. La película se detiene en su trabajo como funcionaria de alto rango en la administración penitenciaria, y de su lucha para mejorar las condiciones de los presos y devolverles un trato digno. Más adelante se implicará en Argelia, justo antes de la descolonización, y conseguirá repatriar presos amenazados de muerte, tortura y violaciones, para los que conseguirá un estatuto de presos políticos. No es poca cosa, además luchaba siempre contra hombres que ignoraban que pudiera haber una mujer en la magistratura.


Hay más cosas. El film muestra con sabiduría las dudas, las grietas detrás de un personaje que ha dejado una imagen de firmeza y de convicciones. La implicación de su familia, primero de su marido, Antoine Veil, pero luego de alguna manera también de los hijos. El recorrido de Simone Veil es inmenso, y la llevará a ser la primera presidenta del primer parlamento europeo elegido por sufragio universal. Y siempre, además de todo eso, un testigo inigualable de la experiencia terrible de la deportación. 


Un sentimiento extraño me invadió a la salida. Viviendo en Francia he tenido oportunidad de ver documentales, de escuchar alguno de sus discursos, de leer alguno de sus textos, saber también de otras opiniones. Mi hija sabe todavía más sobre ella, puesto que la han estudiado en el instituto. En cambio no tengo muy claro que en España sea suficientemente conocida, algo que me parece sobre todo un signo, otro más, de la falta de cultura democrática de nuestro país.


Visto con ojos franceses puede parecer un film interesante y poco más, puesto que hay suficientes testimonios directos de Simone Veil como para poder acudir directamente a ellos. Visto con ojos españoles me parece un film necesario para conocer una figura enorme de la Europa del siglo XX. Con cierta tristeza intenté buscar alguien a la altura en la historia española que va desde el final de la guerra hasta hoy, y no lo he encontrado. Me gustaría estar en un error.


Simone, la mujer del siglo, no es una obra redonda, hay escenas donde no hacía falta cargar tanto las tintas del sentimentalismo, pero es una película necesaria para las generaciones que no han conocido de primera mano la importancia del trabajo descomunal de una mujer única.

 



miércoles, 27 de octubre de 2021

Historia de una foto

 

A Julio, sin cuya ayuda y amistad sin límites esto no hubiera sucedido nunca.


En uno de mis últimos comentarios en facebook, una vez más alguien me reprocha que publique un perfil sin poner una foto, como si verme la cara hiciera más fácil volar los insultos (a menudo) o los elogios (pocas veces). Lo cierto es que no pongo foto porque lo que veo cuando miro al espejo no me gusta, y no entiendo por qué habría de compartir algo que a mí no me gusta. Como quiera que la persona que me hizo el comentario, y a quien no conozco personalmente, lo hizo de buen grado y con buenos modales, algo inusual en la cuadra verbal que es fcbk, vengo con una foto mía de las más recientes, y de paso aprovecho para contar algo pues la foto merece una explicación.


Corría el año 1985 cuando yo cantaba en el coro de la Universidad Politécnica de Madrid, universidad en la que estudiaba entonces. Nos habían propuesto participar en la grabación de la música de La corte del faraón para una película que se iba a rodar, yo no sabía donde ni cuándo ni nada más, cosas de los despistes de uno. La grabación fue algo pesado, como suelen ser las grabaciones, siempre repitiendo lo mismo buscando encajar con el gusto de técnicos, artistas y productores; además, en este caso cantábamos sobre una música orquestal ya grabada, con la incomodidad de los cascos y sin poder oír como es debido a tus compañeros. En alguno de los descansos aparecieron por el estudio un grupo de gente que resultó ser el director de la película acompañado de su séquito. Se dedicaron a mirarnos mientras grabábamos y al final algunos del coro fueron invitados a participar en el rodaje como extras, pues una parte de la película era la propia representación de la zarzuela. No fue mi caso, a mí no me escogieron, y ni corto ni perezoso mi amigo Julio se fue a discutir con alguien, que luego resultó ser Gómez Pereira, para que me incluyeran en la lista. Mi amigo Julio se quedó tranquilo, Gómez Pereira dijo que sí que me apuntaba y yo pensé que nos estaba contando una trola. Pero no, no fue una trola y unas pocas semanas después me convocaron en un teatro de Madrid para el rodaje. Qué aventura, madrugones terribles, sesiones de maquillaje interminables de tantos extras como éramos, los actores conocidos por allí mezclándose con nosotros y entre todos compitiendo por hacernos una foto con Ana Belén, que era la más simpática, la que más se enrollaba con nosotros y encima la que nos gustaba a todos. También estaban Angel González, Fernán Gómez… pero no nos atrevíamos a acercarnos. Había uno que yo no conocía, y todos me insistían en que ese que se comportaba como un adolescente con las hormonas revueltas era un tal Banderas y que era conocido. A mí no me cayó muy bien, pero es que yo soy muy maniático, solo tenía ojos para Ana Belén.


A mí me fue bien en el rodaje, tanto que me ascendieron. En una escena cuyo rodaje se demoraba dejaron marchar a Quique Camoiras, que hacía el papel de faraón, porque el hombre trabajaba en el teatro en doble función y luego durante el día en el rodaje, y después de unos días ya no aguantaba más de sueño. Así es que a mí me ascendieron, me disfrazaron con las ropas de Camoiras, me senté donde él y rodaron. Nadie lo sabe, pero hay una escena donde el pedazo de hombro derecho que se ve es el mío, y bien orgulloso que estoy, no he llegado tan alto en la vida, faraón egipcio nada menos!


Hace cosa de tres o cuatro años vino al Instituto Cervantes de Toulouse José Luis García Sánchez, director de la película hacía ya más de treinta años y con quien coincidí esperando en la puerta, me presenté y le comenté que había participado como extra en la película. Se le iluminaron los ojos y directamente me lanzó una pregunta que me parece el mejor resumen de lo que es el cine español y tantas otras cosas: “¿y te pagaron?”


Se me olvidaba lo más importante, en la foto yo soy el que está disfrazado.